El inquilino de Kooga

Como regla general evito las conversaciones en los bares. Estoy convencido de que la verdadera función de esos establecimientos es brindar a sus clientes la oportunidad de pensar. Ahí, uno está completamente rodeado de desconocidos ensimismados con sus propios problemas, y por lo tanto incapaces de interrumpir los pensamientos de uno. Quienes no saben pensar por sí mismos, invitan a un par de amigos y toman una mesa. Los solitarios preferimos la barra, que además de la ventaja obvia de tener el alcohol más cerca, cuenta con el cantinero, un auténtico experto en interrumpir conversaciones incómodas o, en el peor de los casos, atraerlas hacia él. Ése es su verdadero cargo, su papel de proveedor de bebidas es sólo resultado de la posición estratégica que ostenta entre la barra y las botellas. Así, sentarse frente a él es lo idóneo para revolver las ideas que lo aquejan a uno sin temor a ser perturbado.

Claro que a veces pasa que se da alguna plática. Tristemente, algunas personas no están enteradas de la función de los bares y, además, el alcohol aclara los pensamientos a tal grado que los transforma en palabras y los empuja a ser pronunciados en voz alta. Como los soliloquios son un arte perdida, un interlocutor, el que sea, se convierte en una necesidad. Yo he sido víctima de esa costumbre. Normalmente, el cantinero cumple con su deber y uno se ve librado de semejante molestia, pero recuerdo una ocasión en la que el impertinente fue de una insistencia inusual.

Sucedió hace algunos años. En ese entonces, yo vivía en Kooga, en la prefectura de Shiga, trabajando como intérprete para una empresa de microcomponentes. Todos los miércoles, iba a la nomiya del barrio, uno de tantos barecitos dedicados al sake y a la cerveza de baja graduación. Ahí disfrutaba de una buena velada en compañía de mí mismo y de una dosis adecuada de bebida.

El día en cuestión había nevado sin tregua. Yo había salido de la oficina y caminado con trabajos hacia la nomiya, donde planeaba quedarme hasta que amainara el temporal. Llevaba ahí como una hora cuando el tipo de al lado, que ya estaba en el lugar cuando yo había llegado, me dirigió repentinamente la palabra.

–No puedes confiar ni en tu propia sombra, sobre todo no en tu propia sombra.

Me sorprendió esa declaración de intimidad, pues los nipones rara vez salen de los límites de la cortesía con desconocidos. Cavilé si podría apelar a mi condición de extranjero para ignorarlo. Pero no me dio la oportunidad. Atrapó mi mirada y supo al instante que le entendía.

–Siete meses llevo con él encima –me dijo–. Siete meses de infierno.

Hice una mueca como para mostrarle que no sabía de qué me estaba hablando. Craso error: me soltó la historia completa.

–Llegué a casa y me preparé un gohan perfecto. Yo siempre arruino el gohan. O sale una pasta o no se pega para nada. Pero ése, ése estaba en su punto. Era un gohan perfecto: blanco, suave, fácil de tomar con los palillos. ¡Debí haber sospechado desde entonces! Pero no lo hice. Ése fue su precio de entrada, ahora lo sé. ¡Un plato de arroz por siete meses de infierno! Y las cosas comenzaron a cambiar, poco a poco. No encontraba las llaves. Llegaba cansado y las lanzaba sobre la mesa. Al día siguiente, estaban bajo un montón de papeles. También mis lentes. Sólo los uso para leer, pero no estaban nunca sobre mi escritorio: estaban en el librero, en el baño, sobre los periódicos de la cocina. ¡Un desastre! Y la ropa: un día descubrí que una difícil mancha de soya había desaparecido de mi camisa preferida. En la tintorería me habían dicho que no tenía esperanza. Yo la seguía usando porque la mancha estaba por debajo del cinturón. La saqué de la lavadora un día... y ya no estaba. Fue ahí que empecé a sospechar. ¡Hasta entonces! Noté cosas más pequeñas, cosas que la gente no ve. Ah, pero yo, ¡yo estaba atento! Mi cactus no se marchitaba aunque no lo hubiera regado, mi almohada no tenía la marca de mi cráneo, encontré todos los pares perdidos de mis calcetines, todas las luces estaban ligeramente más potentes... ¡Pequeñas cosas, dirá! Pero se iban juntando y daban evidencia. ¡Evidencia! Sólo faltaba la prueba final.

Hizo una pausa para aumentar la expectativa. Pensé en aprovecharla para escabullirme. Busqué al cantinero, pero estaba ocupado. No sabía qué hacer con este tipo. Ni siquiera sabía de qué me estaba hablando. Apelé a la estrategia más baja:

–Este... el baño –dije con falso tono de disculpa.

–¡Exacto! –exclamó para mi sorpresa.

Se inclinó hacia mí con aire de estar transmitiendo un secreto de estado.

–La tapa del escusado –continuó–. Siempre la dejo arriba. He visto miles de películas en las que este pequeño detalle derrumba relaciones. “¿Por qué no puedes bajarla?”, gritan ellas. Ellos se encogen de hombros. Y de pronto, ¡puf! Un día llegan a casa y están solos. Ella no volverá. Así que me he esforzado. No vaya a ser que cuando llegue el momento, mi soltería se tome un pequeño descanso en vez de desaparecer. Pero es inútil: por más que me concentre en ello, siempre acabo dejándola arriba. Por eso era la prueba perfecta: era un cambio tan obvio que sería la evidencia definitiva de que estaba conmigo. Por supuesto que no podía esperar a que él la bajara. ¡No! ¡Es muy astuto! Sólo había hecho cosas que había pensado que no llamarían mi atención. Pero yo, yo también soy astuto. Lo que me propuse fue dejarla abajo. Claro, él pensaría que él mismo la había dejado abajo y la subiría de nuevo. ¡Entonces yo tendría la prueba! Lo difícil fue dejarla abajo. Ya lo había intentado antes, aunque ahora mi propósito era distinto. Esta vez se trataba de mi seguridad personal. ¡Nada menos! A veces me acordaba ya que estaba acostado. Y no era cuestión de levantarme y bajarla, porque entonces se habría dado cuenta y no caería en mi trampa. No, tenía que dejarla abajo justo después de usar el escusado. ¡Sólo entonces! Tuve que acudir a la mnemotecnia. Estuve todo un día repitiendo en mi cabeza: “la tapa abajo, la tapa abajo, la tapa abajo”. Casi no pude hacer nada. Si me concentraba en cualquier cosa, perdía el hilo. Después de cenar fui a lavarme los dientes y a orinar. Por la noche me entró la duda. Estaba casi seguro de que la había bajado. ¡Casi! Repetirlo todo el día tenía que haber funcionado. Pero estaba la duda. ¡La maldita duda! Tenía que asegurarme. Necesitaba una excusa para volver a entrar al baño. Entonces fui a la cocina por un vaso de agua, me lo bebí de un trago y fui al baño. La tapa estaba abajo. Estaba tan contento que casi salto. No pude reprimir una sonrisa. Entonces oriné de nuevo. Por suerte, cada vez que bebo orino de inmediato. Es psicológico. Me fui a la cama con la conciencia tranquila. Al día siguiente, fui a ver la tapa: ¡estaba arriba! La prueba era definitiva: ¡Él estaba ahí!

–¿Pero –tuve que interrumpirlo–, quién era el que estaba ahí?

–Un ninja –susurró.

Un ninja. Las historias de ninjas son corrientes en Kooga desde el periodo Kamakura. Algunas son más fantasiosas que otras, y hay unas cuantas que tienen datos duros como base. Incluso hay una próspera escuela de ninjutsu en el barrio antiguo. Pero de ahí a creer que hay uno infiltrado en el propio departamento hay un gran salto. El excéntrico se me estaba transformando en loco.

–Pero no estaba –aclaró–. Está.

–¿Está? –pregunté mientras me alejaba con cautela.

–Está –reiteró mientras me tomaba del brazo. Luego susurró de nuevo–. Lleva ahí siete meses. Hasta ahora he podido salir seguro, porque antes... Antes tenía que seguir con mi vida normal. ¡Pero una vida normal forzada, normal hasta el estrés! Yo no quería que se diera cuenta de que ya sabía que estaba ahí. Podría matarme mientras dormía. ¡O ni siquiera esperar a que durmiera! Nunca había podido verlo. Era de una habilidad admirable. Intentar grabarlo quedaba descartado. Un video así vendería millones. ¿Se imagina la cantidad de turistas que atraería? ¡Pero no podía! No pasaría desapercibido. Instalarme una cámara escondida en la oficina tampoco era buena idea. ¿Quién sabe si también me seguiría ahí? Y si descubría mis intentos... Así que seguí con mi vida normal, lo más normal que pude. Me levantaba, me arreglaba, desayunaba, iba al trabajo, volvía a casa, cenaba, me bañaba y dormía. Día tras día. Una vez a la semana iba al súper. No salía al cine, no viajaba. ¡Nada! No quería que creyera que estaba intentando huir. Me empecé a mecanizar. Cualquier cambio en mi comportamiento podía soltar la alarma, atraer sospechas... ¡No correría el riesgo! Al mismo tiempo, mi mente saltaba como mono de rama en rama. Quería verlo, tan sólo una vez antes de que me matara. Desarrollé mi visión periférica. Podía clavarla en un punto no sospechoso (la tele, por ejemplo) y vigilar hasta donde llegaran mis ojos. ¿Pero qué tal si estaba siempre detrás de mí? Me acostumbré a usar audífonos. Me los ponía, escogía música y, en cuanto metía el mp3 en la bolsa, lo apagaba. Creía que se iba a confiar, que iba a dejar que escuchara aunque sea un crujido. Pero nada. ¡Era muy astuto! Una vez entré al departamento de espaldas con la excusa de estar jalando un bulto pesado. No estaba escondido tras la puerta. ¡Todo fallaba! Además, tenía que hacer estos pequeños intentos sin que él se diera cuenta. Serenamente, planeando cada paso. ¡Cada pinche pasito! Me torturaba. Sabía que tarde o temprano se me escurriría algún detalle y estaría muerto. Redoblé mis esfuerzos de normalidad. Pero sólo logré el insomnio. Entré en pánico. Porque, ¿qué más podría alterarme tanto? ¡Lo sabría! ¡Entonces lo sabría! Me iba a declarar culpable de haber notado su presencia, y me lo cobraría con la vida. Tuve que pasar mi insomnio acostado, con los ojos cerrados, moviéndome de vez en cuando como cuando estoy dormido normal. Pero pensaba, pensaba. ¡Todo el tiempo! No he dormido en dos semanas. ¡Dos! Seguro que se me nota.

Era cierto. Hasta entonces no me había fijado porque las luces bajas de la nomiya pronunciaban las sombras en las facciones de cualquiera. Pero tenía unas ojeras profundas. Ya me estaba asustando. Estaba claro que le fallaba la cabeza, y uno nunca sabe qué esperar de un loco. Busqué al cantinero con la esperanza de que me sacara de aquel embrollo, pero se alzó de hombros en señal de impotencia: no era un parroquiano, no lo conocía, no podía llamar a su esposa para que se lo llevara. Tomé la botellita de sake por si las dudas. Si se me iba encima, por lo menos tenía un remedo de arma.

–¡Pero no se preocupe! –exclamó ante mi gesto–. No me siguió hasta aquí. Lo tengo todo planeado. Es por la nieve. ¡No me puede seguir si está nevando! ¡Dejaría huellas! Estoy al resguardo mientras todo esté blanco.

La sonrisa se le borró en cuanto volteó hacia la puerta.

–¡Ya no está nevando!

Comenzó a temblar. Entrecruzó los dedos y empezó a torcerlos en posiciones disímiles. Movía la cabeza como un ciervo que se siente cazado. Se paró de golpe. Miró nerviosamente en todas direcciones, le arrebató la cerveza a otro cliente y corrió hacia la puerta. La persecución no se hizo esperar. El afectado salió tras él, y tras ambos el cantinero. Yo me quedé viendo atontado hacia la puerta. Se oyó un enfrenón y luego un golpe.

Recogí mis cosas con calma. Me puse el abrigo y salí a la calle. En la esquina ya se había juntado un grupúsculo de mirones en torno al infortunado. Me fui antes de que alguien pudiera convocarme como testigo.

Ya en casa me preparé un gohan. Quedó delicioso.

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