No hay nosotros

La primera vez que lo sentí estábamos en Sierra Maestra, y me escuché perfectamente narrándonos y moviéndonos con voz afrancesada. Era idiota; yo me daba cuenta de que nos tejía en un plan perfecto de ajedrecista, cuando esto siempre se ha tratado de la metralla caótica, del metal mezclado con las hojas, de la muerte agazapada. Después me di cuenta de que no era la primera vez, de que ya antes entre caras y consignas me había sentido varios; me había sentido dos. Pero aquella vez Perón, y ahora sería diferente. Por eso me molestaba mi contar esquivo, mi ponerle a Luis un nombre que sonaba a que creía ciegamente en una causa y al Teniente otro que seguro me venía inspirado por su ardor en el combate. Pero nosotros no éramos así, nosotros estábamos guiados por grandes sentimientos de amor, y en consecuencia no había espacio para fidelidades absolutas, sólo para el odio que se necesita para derrotar a un enemigo brutal.

En esos tres años me escuché poco, pero con la frecuencia suficiente para reconocer mi estilo ingrato y esa fijación anodina con temas pequeñoburgueses. Así, mientras entrábamos en la capital y me volvían isleño con el agravante de Jefe de la Milicia y Director del Instituto de Reforma Agraria tenía que soportar durante las horas de oficina la invasión de una escritura dedicada al tal Johnny, ese demonio del saxofón. Intenté cambiarme de ministerio e incluso escribí mi propio libro, un simple manual de lo que sabía que era inmanualizable; pero me perseguía a mí mismo, y en mis líneas veía insistentemente las mías. Por eso huí cuando Luis me dijo que me había invitado. Reconocí que se necesitaban intelectuales para extender la causa; pero de todos modos no quise estrechar mi mano, porque tenía un miedo asfixiante de dejar de ser yo para ser yo mismo. Así que me largué en misión diplomática para no encontrarme, sabiendo bien que ya venía en dirección contraria, y que llegando me preguntaría por qué diablos me había ido.

En el ’63 comencé a desdibujarme. Publiqué ciertas memorias de la guerra para contrarrestarme, para fijarme en papel antes de perderme por completo. Sin embargo Rayuela, un libro anulando a otro, anulándolos a todos a su manera. Verdaderamente revolucionario. En ese momento me di cuenta del inmenso poder que también tenía. Un año después estaba tan convencido que ya estaba escribiéndome de vuelta en Sierra Maestra con voz afrancesada.

Entonces la jungla. Lo decidí de frente, consciente, con pleno conocimiento. Recorrí el mundo de nuevo, esta vez con el fusil, porque sabía que mi pluma ya cruzaba cualquier frontera. Me sumergí en el odio hasta encontrar mi noche boca arriba. Fui sacrificado en la selva primigenia, mi sangre alimentando sus venas abiertas. Quizá fue un error. Entonces me dejé la barba o me salió sola. Crecí desmesuradamente porque no cabía en mí mismo. Mis facciones fueron mezclándose con las mías, de modo que no parecía yo ni yo, sino algo más bien como ajolote.

Sentí de a poco la libertad de las palabras, tan distinta de la de los actos. Para probarla un poco me separé de Aurora, porque un matrimonio es eso: lenguaje trenzado. Lo de la carta aquélla que todos firmamos no fue puro divertimento. Desde hacía rato que veía con miedo a Luis anquilosarse. Quizá fue otro error. Lo supe cuando desde el sur se levantó un verdadero dinosaurio, aplastándolo todo, escupiendo exiliados a todos los rincones de nuestro continente. Entonces sí, intelectuales comprometidos, historietas panfletarias en los periódicos, mi Nicaragua tan violentamente dulce.

Era demasiado tarde. Me había desgastado con mi vida alargada, extendida en dos dimensiones. Casi veinte años se me escurrieron como carretera extrañamente vacía. Pero estaban tan llenos. Me dediqué con tanto peso a mí, a lo que me había dedicado desde siempre, que se me fue adelgazando la única sangre restante.

Dicen que morí de leucemia, pero yo seguía sintiendo las balas.

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