Volar el tecolote

Huimos hacia el monte. Atrás dejamos la fiesta, su fuego, su ruido, su sangre. Jacinto no. Jacinto la traía pegada. Le chorreaba de las manos, lo calaba hasta el alma. Manchado. Le brillaba la culpa, estábamos seguros porque nos pisaban los talones, los traíamos encima, a los Ramírez. Tres contra tres, pero ellos venían armados con las escopetas de caza y nosotros hasta habíamos tirado los machetes del susto. Corríamos destrampados por la oscuridad, con las manos extendidas al frente para evitar que las ramas nos desgarraran el rostro. Entre el crujir de la hojarasca y el batir de nuestros corazones oíamos claramente a los perseguidores, sus gritos de odio, sus maldiciones al tropezarse: el monte favorece siempre al huido.

La culpa la tenían ellos. Nosotros habíamos jugado limpio, atándole navaja de un solo filo al espolón, alebrestándole las plumas cada vez que los separaban, soplándole en el pico para que se le inflamaran los ánimos. Su gallo era más grande, tenía pinta de matador. Se contoneaba antes de atacar, avanzaba con pasos de remolino. Perdimos. No hubo manera de que nuestro rojo contuviera la marejada de pico y pata que se le vino encima. Terminó desparramado entre el plumajerío, con Jacinto llorándole cada grano de maíz de inversión. Entonces el mayorcito se acercó orondo a amargarle la derrota. Fue su culpa, por eso no intervinimos. No nos metimos ni cuando agarró el machete y lo destazó en medio del palenque. Después entró en razón, y vimos cómo el miedo se le coló por los ojos y le engarrotó la mano del fierro hasta soltarlo. Corrió.

Todavía corríamos. Ya casi no se escuchaban los cohetes. Debíamos de estar cerca de la cañada. A lo mejor no. Dicen que la gente que corre a oscuras corre en círculos. Teníamos un pavor tremendo de topárnoslos de frente, de ver sus cañones humeantes y el fulgor, y luego andar penando con hoyos en los ojos, espantando a los niños que fueran a atrapar chapulines. Florencio me agarró del brazo y me jadeó al oído.

–Hay que dejarlo, tú y yo nos retachamos. Al chile él solo se cargó al muertito.

Me solté y seguí corriendo. Me siguió. No podíamos parar si ya habíamos comenzado. Criminales los que corren. Ley fuga. Y en ese pueblo la ley eran los Ramirez. En realidad había sido nuestra culpa. Retarlos había sido el primer pecado. Apostar fuerte, el segundo. Creer que ganaríamos, el tercero. Ya para cuando Jacinto desenfundó el machete teníamos tantos acumulados que había sido milagro que no nos sucediera una desgracia antes.

Oímos un tecolote. Estaba detrás. Ululaba anunciando presa. Oímos los disparos. Sentimos el filo en la espalda, el ardor del plomo penetrando, la garra afianzando los hombros. Nos elevamos. Volteé hacia abajo, nos vi derribados en la maleza, a los Ramírez recargando, soltando otra descarga a bocajarro. Volteé hacia arriba, vi las alas monstruosas, las tres patas, el pico de rapiña, los ojos inyectados de sangre. Volteé a la izquierda, Jacinto y Florencio me veían. Callamos. Nos dejamos llevar.

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