Dejaron crecer sus sucias patas

En todo el reino mineral, quizá no haya ser más fascinante que la tortuga. Este peculiar ente inanimado, fruto del intento de una roca por parecer serpiente, es muestra de a lo que puede llegar cualquiera que se entere de los derechos intrínsecos que adjudicamos a los seres vivos. Se equivocan quienes ven en ellas un gólem; en todos los estudios, nunca se ha hallado un signo mágico que pudiera darles vida. De hecho, no hay evidencia de que se muevan. Su fama de lentitud se debe a una mera ilusión de los observadores, víctimas de sus tiernos ojos primordiales. Por eso también desaparecen en los jardines, donde, fatigadas por la impostura, vuelven a su estado primigenio. Es por demás artera la propaganda desarrollada por ciertas rocas marinas, que se transforman intencionalmente al ver pasar desechos plásticos. A ellas les debemos las violentas imágenes de tortuguitas con popotes atravesados en las narices que tanto traumatizan a nuestros niños. Urge legislación estricta que mantenga en su sitio a estas arribistas, fijas en su función de piedras.

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