El arca

Por fin acorralamos al último de los animales: una vaca que se había escondido por milagro en las profundidades del dirigible. Formamos un semicírculo a su alrededor. Sus pezuñas se resbalaban al intentar retroceder contra el ángulo recto entre las dos paredes. Sabía que debía morir para alimentarnos. A lo mucho un par de semanas, pero siempre cabía la esperanza de encontrar tierra. A lo mucho un par de semanas. Nos detuvimos. Vimos ante nosotros los únicos dos caminos que nos quedaban desde que se habían acabado las provisiones: tierra o muerte. Sería por hambre y por todo lo que el hambre trajera. Pero para el último, para él sería por hambre. Un lento deshacerse hacia su propio interior, una implosión parsimoniosa.

La vaca claqueteó nerviosa el suelo metálico. Sus estúpidos ojos nos escudriñaron. Dio un paso inseguro hacia el frente. La cocinera perdió la paciencia, empuñó el cuchillo y le rebanó la garganta al bovino. El bramido nos envolvió, retumbando en todo el casco. Como si alguien acabara de estrujar la noche. La puerta del fondo se abrió con un golpe de gong. La maquinista emergió jadeante.

–Se nos desgarró el globo –dijo sin aliento.

Sorpresa. No hubo movimiento repentino, pero perdimos el equilibrio. Fue el horizonte, que se inclinó de pronto en las ventanas. Y nuestros ojos, acostumbrados desde hacía meses a que esa línea vaga entre los nubarrones y las olas grises fuera una extensión del suelo que pisábamos, resintieron el cambio y perdieron contacto con las piernas. Comenzamos a sumergirnos en la atmósfera. Trastabillamos, vaca y gente, por el piso resbaladizo de sangre. Las hélices siguieron empujándonos tercamente hacia adelante. La res, convertida en carne, se derrumbó. Su cabeza contra el suelo resonó con la nave estrellándose en las olas.

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